Dilemas económicos estructurales que inhiben a la Argentina

Javier Okseniuk – Revista Noticias – 17/4/18

De la admirablemente rica colección de frustraciones económicas, que ejercita la intolerancia y los espasmos emocionales de los argentinos, hay una que encierra una contradicción y que, creo yo, resume muchas de las tensiones de hoy y de siempre. La podríamos sintetizar en una pregunta que invita a una comparación: ¿cómo es posible que la Argentina y Chile, por poner sólo un ejemplo, tengan una productividad laboral similar, que la Seguridad Social sea mucho mayor en nuestro país y que, sin embargo, sea Chile el que tenga un índice de pobreza bastante menor, cualquiera sea la metodología utilizada para medirla?

¿Por qué es eso una contradicción? Si no hay grandes diferencias en la cantidad de cosas que produce cada persona, la mayor acción del Estado como redistribuidor de ingresos en la Argentina debería, asumiendo eficacia, propiciar mayores ingresos en los más pobres y menor pobreza. Dos conjeturas que pongo a disposición. La primera, la cantidad y composición de los niños y adolescentes, que no están en edad de producir, en la Argentina tienen un sesgo pro-pobre. Si se me permite dejar hoy de lado diferencias metodológicas, la tasa de pobreza de los mayores de 65 años es similar en los dos países, alrededor del 6%; en menores de 14 años, la pobreza sube al 18% en Chile mientras que en la Argentina salta a 43%. Y acá hay mayor proporción de chicos que allá. De los menores de 20 años, en la Argentina el 60% está en los tres deciles más pobres; en Chile el 51%. En distribución del ingreso, nueve puntos de diferencia es muchísimo.

En segundo lugar, el Estado, con su intervención se muerde la cola; la redistribución de ingresos financiada con impuestos es parcialmente compensada por su efecto sobre los costos y precios en la producción de bienes y servicios. En Chile los ingresos y haberes son más bajos en dólares que en la Argentina, pero las distintas canastas de consumo también los son, en parte por una menor presión tributaria. Dicho sea de paso, esto último podría retratar las eternas tensiones de nuestra sociedad. Lo vemos todos los días y lo leemos en los libros de historia. De un lado, se dice, con razón, que salarios, impuestos, litigiosidad, costos de capital y logística altos en comparación con otros países, imposibilitan la leal competencia y atentan contra decisiones de inversión e incrementos de la productividad. La producción por hora trabajada en la Argentina, que había sido casi el doble que la de Chile a mediados de los 70, fue alcanzada y superada en los últimos años por nuestro país vecino, como se ve en el gráfico.

Otros advierten, también con razón, sobre condiciones sociales extremadamente frágiles y muy extendidas en la población, en donde reinan pobreza, informalidad, dificultades en la organización familiar, falta de estímulos, problemas en el seguimiento escolar, y un largo etc. El guionista de la saga sobre las últimas décadas de nuestra nación abusa de los contrapuntos y ya resulta tedioso; se reiteran pujas entre estas dos visiones que desembocan en volantazos políticos y un rumbo incierto.

Uno puede pararse confortablemente en alguno de los dos andenes sin percibir que, realmente, ambos contienen verdad y, peor, están vinculados. Siguiendo con el ejemplo, en la tabla se muestra que en la Argentina hay una mayor cantidad de personas de más de 20 años trabajando en el Estado (presumiblemente sin la contraprestación de mayores o mejores servicios públicos), hay una mayor cantidad de trabajadores informales que reciben transferencias complementarias del Estado y hay un significativo mayor porcentaje de jubilados gracias al elevado grado de cobertura previsional, que a su vez recibe haberes que casi duplican a los de Chile.

Competitividad y Seguridad Social serían dos objetivos genuinos aparentemente excluyentes, al menos en el corto plazo, que ha estimulado nuestros desencuentros. Nuestra modesta productividad promedio esconde la escasa producción relativa de un grupo importante de mayores de 20 y la mayor pobreza relativa de los menores, que deben ser atendidos con presupuesto estatal. La raíz de la contradicción de una mayor pobreza estaría en nuestra composición social más heterogénea y polarizada.

Solución. ¿Cómo romper con esta lógica de opuestos aparentemente excluyente? Como siempre, se impone el intento de encontrar matices, de dialectizar. El Gobierno muestra que tiene esa intención: reducir gastos improductivos e impuestos, hacer más eficiente los servicios de salud y educación, o mejorar la infraestructura, de modo de mantener la cobertura de la Seguridad Social. Al mismo tiempo, deben considerarse tres cuestiones. La primera, con la pobreza concentrada en menores, el solo paso del tiempo aportará fuerzas hacia su incremento. Moraleja: urge redoblar esfuerzos en educación y capacitación, hoy insuficientes, tanto en presupuesto como en coordinación. Pienso en un esquema de acompañamiento masivo de chicos y adolescentes, entendiendo que la raíz del magro desempeño escolar se encuentra también fuera del aula.

En segundo lugar, existe margen para la reorientación presupuestaria, en el contexto de una indispensable reducción del déficit. Con el foco puesto en los chicos, diremos que, más allá de atacar inequidades en pensiones no contributivas y privilegios, la discusión previsional debe prevalecer para mantener el nivel de cobertura (dato no conocido: Obama cambió la fórmula de movilidad jubilatoria pasando de un IPC a un “IPC encadenado” que arroja valores más bajos por definición).

Por último, falta diálogo y todos debemos entender que, mientras el Estado deba complementar ingresos de muchos, los demás tendremos que exigir incrementos que se acomoden a lo que nuestra economía pueda dar (después de impuestos). Apreciación levemente freudiana, viene bien recordar las discusiones pasadas y sus resultados; todo lo que no se historiza se repite.

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