El manejo cambiario no es lo que determina la falta de competitividad
Javier Okseniuk – La Nación – 7/5/17
Es indudable lo nocivo que puede ser un gasto público tan elevado para encarar una estrategia de desarrollo cuando no permite mejorar la infraestructura ni las capacidades cognitivas y emocionales de las personas. Al comparar los balances de las empresas, rápidamente se detecta que la presión tributaria, que financia dicho gasto, es un factor cardinal en el deterioro de nuestra rentabilidad relativa; eso significa menor competitividad, menor producción y menor empleo. Una devaluación ayudará en algunos sectores (los transables) y no en otros, pero la estrategia cambiaria significará una pérdida en el poder adquisitivo del salario. Ya desde los enunciados de un tal David Ricardo, de hace un par de años, que sabemos que la falta de productividad de una economía se compensará con menores salarios reales para que sea competitiva.
Acá sucede lo mismo: los sobrecostos impositivos se pueden compensar con un peso más barato y salarios con menor poder de compra (por supuesto, también podrán ser indemnizados con un costo del capital más bajo). La falta de productividad se gestaría, en gran parte aunque no en el todo, por atender financieramente las evidentes carencias de quienes no producen y no aportan de manera proporcional al valor agregado de la economía. Salarios formales más bajos estarían financiando así ingresos no salariales de otros. Ciertamente, lejos está, esta estrategia cambiaria, de erigirse como un ideal; es sólo un recurso de última instancia que además insume en el riesgo de incrementar la inercia inflacionaria.
En algunos ámbitos se aduce que resulta estéril intentar realizar una política cambiaria activa. Por un lado, se enfatiza que rápidamente la puja de precios y salarios eclipsará el colchón cambiario conseguido inicialmente. Por otro lado, se afirma que lo que hay que atender son justamente los aspectos estructurales de la falta de competitividad. No tiene sentido hablar de atraso cambiario: lo que atrasa son la presión tributaria y los costos de logística.
Respecto de esto último, es incuestionable la necesidad imperiosa de atender aquellos desarreglos estructurales, muchos de los cuales están vinculados con la composición del gasto e ingresos públicos; pero los mismos requieren tiempo y consensos para acomodarlos en una geometría ideal. Las políticas macroeconómicas (fiscales, monetarias y cambiarias) persiguen precisamente el objetivo de estabilizar una economía en el corto plazo, para lo que a veces requiere desatenderse de las cuestiones de estructura. Muchas veces en nuestra historia no tan reciente, se esperó vanamente la llegada de la productividad faltante con precios relativos desajustados; en general, esas expectativas sucumbieron fatalmente con crisis o estancamiento. Esperando a Robot hubiese escrito el dramaturgo irlandés en 1952 si hubiese visto la negativa de aquel peronismo a devaluar la moneda como parte del combo de su plan de estabilización.
En relación con el primer punto, merece señalarse que las políticas macro clásicas tienen una eficacia limitada para restringir una espiral inflacionaria cuando impera un comportamiento defensivo, por parte de todos, en el intento por preservar el poder adquisitivo de sus ingresos. Mejor dicho, esa limitación existirá en caso de querer atender, simultáneamente, un objetivo de crecimiento de corto plazo y otro de desinflación. Frente a esto, la limitación deviene en encrucijada. ¿Existirán otros instrumentos que puedan sortear esa penosa decisión? Sí, potencialmente. Pero, debemos admitir con resignación, la manera y los condimentos de cómo generar acuerdos que coordinen el comportamiento de muchos, los cuales deberán ceder algo de sus demandas originales, se ubica lejos de la zona de confort de los economistas. Que no sea confortable no implica que no haya que intentarlo.
El autor es director de LCG