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La corrida cambiaria de enero forzó al Gobierno a tomar medidas ortodoxas: devaluación, suba de tasas de interés y baja del salario real. Si bien resultaron exitosas para estabilizar las reservas y achicar la brecha cambiaria, el precio a pagar fue que la economía cayera en recesión. La principal apuesta del Gobierno para intentar reanimar la actividad económica era la normalización de las relaciones financieras con el resto del mundo. Así, podría conseguir financiamiento externo para disipar el principal factor de incertidumbre que presenta la macro (la escasez de reservas), liberar parcialmente el flujo importador y asegurarse una transición ordenada hasta dic-15. La decisión de la Corte Suprema de los EEUU, que tomó por sorpresa al Gobierno, obligó a un cambio de rumbo.

La aceleración de los tiempos judiciales fue consecuencia de los errores del gobierno una vez conocida la decisión. En lugar de moderar el discurso público y dar señales claras de voluntad negociadora, las primeras reacciones parecieron redoblar la apuesta: por cadena nacional la presidenta catalogó como una extorsión el fallo de la justicia, a la vez que el ministro Kicillof anunció un canje de la deuda reestructurada para cambiar el domicilio de pago. La reacción fue inmediata: al día siguiente el juez Griesa levantó la medida cautelar (“stay”) y los plazos se acortaron, situación que debilitó aún más la posición negociadora argentina.

Puesto ante la disyuntiva de un default inminente, al Gobierno no le queda otra alternativa que negociar desde una posición de evidente debilidad. La situación habría sido muy diferente si se hubiera entablado una negociación con los holdouts cuando la relación de fuerzas no era tan asimétrica. En última instancia, la estrategia del Gobierno de patear sistemáticamente para adelante los conflictos financieros heredados terminó costando muy cara. Pasó con el Club de París: el monto de la deuda que en 2008 se podría haber arreglado por US$ 6.000 M y con dos años de gracia, terminó totalizando US$ 9.700 M a pagar en 5 años. Y volverá a pasar ahora con los holdouts.

El principal temor del Gobierno es que un eventual acuerdo pueda generar juicios de tenedores de deuda reestructurada como consecuencia de la cláusula RUFO, que rige hasta dic-14 y establece que toda mejor oferta realizada debe hacerse extensiva a aquellos que ingresaron a los canjes. Independientemente de que la invocación de la RUFO sea legalmente muy discutible, el surgimiento de nuevos litigios complicaría la aspiración del Gobierno de conseguir nuevo financiamiento. Lo cierto es que existen distintas alternativas para minimizar los riesgos judiciales. En primer lugar, si se convence a la contraparte de la voluntad negociadora argentina, Griesa podría reponer el stay y estirar los plazos del acuerdo hasta principios del año próximo. O bien puede apelarse a un tercero interesado que le compre el juicio a los holdouts y luego negocie con la Argentina.

El mejor escenario para todos los actores relevantes es llegar a un acuerdo y evitar el default. En caso contrario, además del impacto inmediato (salida de capitales, ampliación de la brecha cambiaria, presión sobre las reservas, etc), el Gobierno debería asumir el costo político de haber llegado al poder en cesación de pagos e irse en la misma situación doce años después. De hecho, aun asumiendo el peor escenario (el fallo de Griesa se hace extensivo a todos los holdouts con legislación norteamericana y a la deuda en default con legislación europea que tiene una demanda en el CIADI), el monto máximo de deuda a emitir sería de US$ 22.700 M (4,4% del PBI): una cifra absolutamente manejable dado el bajo nivel de endeudamiento de nuestro país. El problema es que cuando las partes directamente involucradas juegan al límite y redoblan sistemáticamente la apuesta, no se puede descartar completamente que el resultado final termine siendo el menos conveniente.

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