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Imaginamos que para el lector está resultando complicado entender fehacientemente por qué está costando lograr la reactivación económica y reducir los niveles de inflación. También sabemos, porque así se lee de distintos informes y notas en los medios, que están siendo mayoría los adeptos a la idea de que el atraso cambiario está afectando el dinamismo económico y que el abultado déficit fiscal hoy emerge como plaga fatal que provoca varios de nuestros males, incluyendo el mencionado atraso, la menguada actividad económica, y la resistencia caprichosa de la inflación por reducirse. En el informe pasado (N°98) nos hemos referido a cómo afectará negativamente, de mantenerse, el elevado valor del peso argentino en el dinamismo de mediano plazo de la economía. Respecto del proceso desinflacionario y la situación del déficit, en este informe intentaremos hacer un aporte más a la confusión general esgrimiendo un contrapunto a la visión mayoritaria, al menos desde un enfoque de corto plazo (el pasado 2016 y lo que va de 2017).

Ya sabemos lo nocivo que puede ser una participación pública tan elevada para encarar una estrategia de desarrollo sobre todo porque no permitió mejorar la infraestructura ni las capacidades cognitivas y emocionales de las personas, e impuso una altísima presión tributaria. Pero estas contrariedades para el mediano plazo se arrimaron pronto al corto plazo, y muchos dedos acusadores señalan a las cuentas fiscales para explicar los motivos por los cuales la economía no termina por levantar, y la inflación por descender. Imaginamos que esto se gestó de esta manera. Después de recibir una herencia objetivamente pesada, se hicieron todos los deberes: se solucionó el tema de la deuda en cesación de pagos, se salió del cepo cambiario, se eliminó la barbarie del manejo del Indec, se dispuso independencia en el manejo de la política monetaria para combatir la inflación, se bajaron algunos impuestos, se habló en inglés en foros internacionales, se peleó con los sindicatos, etc. Todo una maravilla. ¿Qué pasó entonces? ¿Por qué no se ve siquiera una garúa de inversiones? Y ahí es donde, en la larga lista de decisiones de política, aparece, culposa, la solitaria e incómoda mancha del déficit fiscal, que atrajo la mirada delatora de varios queridos colegas. Y con ella se escribió otra larga lista: que el déficit genera inflación, que el déficit genera atraso cambiario, que el déficit impide que baje más el riesgo país, y otro etc.

En varios contextos, todos esos señalamientos son ciertos; pero pensamos que no lo son en las circunstancias actuales de nuestro país. Consideramos que el déficit fiscal colaboró favorablemente, durante 2016 y lo que va de 2017, en el desempeño económico privado, es decir, que más que crowding out, lo que se verificó fue un crowding in. De no existir tal déficit, o de haber sido sustancialmente menor, la recesión se hubiese dibujado con rojos más intensos. Tal vez las tasas de interés habrían sido más bajas y también los niveles de inflación. Ese hubiese sido un resultado lógico pero que engendra a la vez una encrucijada totalmente distinta y estremecedora: no es el déficit lo que está impidiendo que la inflación baje; es el hecho de que la actividad económica no es lo suficientemente débil como para romper con la inercia inflacionaria. O dicho de otro modo, que el anuncio de determinadas metas de inflación junto con la mayor sensatez en el manejo de las herramientas de política monetaria no fueron suficientes para anclar las expectativas inflacionarias de los agentes en la medida de lo deseado (y en la medida de lo que algunos esperaban). Creemos que resulta saludable ponerlo en esos términos para comprender realmente los dilemas con los que choca la dinámica económica y su gestión pública.

Por supuesto, es imperioso reducir el déficit vigente pero el ritmo necesario y su motivo son diferentes. Argentina y su pasado no pueden seducir con una deuda creciente por mucho tiempo; el coqueteo a los inversores puede resultar repulsivo frente a cambios en el contexto internacional o frente a una reversión de las expectativas futuras sobre nuestro país. Frente a esto, las metas dispuestas por el Ministerio de Hacienda para los próximos años efectivamente servirán para estabilizar la deuda en un nivel razonable, siendo a la vez lo suficientemente graduales como para evitar volver a una recesión y lo suficientemente exigentes (por la rigidez del gasto público argentino) como para llamar la atención sobre la necesidad de un compromiso político amplio que propicie su cumplimiento. La misma necesidad aparece en terrenos provinciales frente a la discusión de una nueva ley de responsabilidad fiscal. Además, ya nos hemos referido reiteradamente sobre el impacto del costo impositivo argentino en la competitividad de las empresas. Desde ya, cuando el sector privado deje de ser tan superavitario y la reactivación se afiance, ahí sí la gradual reducción del déficit fiscal será indispensable para que la demanda agregada no tensione sobre la oferta. Y podría requerir un ajuste todavía mayor en el futuro si el crecimiento fuera más elevado o si un eventual mayor margen cambiario, a partir de un tipo de cambio más elevado, mejorara las cuentas externas. Esto podría ocurrir algunos meses adelante, pero no es el ahora que se muestra con un exceso de capacidad instalada. Explicaremos que el gradualismo fiscal, así como fue planteado y con todos los desafíos que conlleva, sigue siendo la mejor estrategia, sin costos colaterales excepto el del mayor endeudamiento.

¿Qué hacer en adelante frente al dilema? El análisis de algunas experiencias internacionales (no todas) muestra que pueden lograrse desinflaciones expansivas, es decir, prácticamente sin sacrificio en el dinamismo económico. Algunos ven en esto la posibilidad de alcanzar cualquier meta inflacionaria sin costo, pero también puede hacerse otra lectura: la política monetaria, tomando la situación fiscal planificada como dato, no debería excederse en su intento por moderar la inflación si ello implica sacrificar mucho la actividad económica, sobre todo si la misma todavía ve a la distancia a su máximo potencial. En Argentina, insistir por mucho tiempo con tasas de interés que estimulan el atraso cambiario para cumplir una meta demasiado exigente atentaría contra esta lectura. En principio, desvíos de las metas por un error de cálculo podrían asumirse y explicarse, destacando a la vez la reducción nada despreciable de los niveles de inflación, para luego insistir, al año siguiente, con metas decrecientes pero razonables, tan graduales como se impusieron Chile y Colombia en su momento, que no pierdan rápidamente credibilidad. Pensamos que dichas metas inflacionarias podrían ser acompañadas por bandas cambiarias que colaboren en su función de anclaje de expectativas. La alternativa sería una desinflación más rápida pero con un desempeño económico mucho más magro.

Sin embargo, todavía persiste un inconveniente más complejo: hoy el tipo de cambio está claramente atrasado, las tarifas energéticas se encuentran por la mitad de su valor sin subsidios, y las de transporte tienen un recorrido todavía más largo. Normalizar estos precios relativos en un proceso desinflacionario impone nuevos desafíos porque no está claro que todos los agentes económicos estén dispuestos a aceptarlos al significar, para ellos, una pérdida del poder adquisitivo. Lo que es peor, tampoco es clara la eficacia del anuncio de metas (sobre una canasta promedio) y de la política monetaria para coordinar, en un contexto de puja, que algunos precios crezcan más que otros. Aun reconociendo que también es incierta la eficacia de distintos acuerdos políticos y sociales (y los condimentos que deberían regirlos), como complemento dentro de una estrategia antiinflacionaria, la alternativa es el rigor de una economía débil. Por supuesto, estos dilemas e incertidumbres para el manejo de la política económica, al ser reconocidos por el sector privado, impondrán un costo adicional a las decisiones de inversión.

 

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