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Con la finalización del período de confianza financiera a ultranza por parte del mercado, el objetivo de la política monetaria y cambiaria debería ser propiciar un tipo de cambio competitivo (no atrasado), desterrar las permanentes expectativas de depreciación cambiaria, la consecuente reducción de las tasas de interés en el futuro cercano, y en ese marco permitir la estabilización financiera y erradicar la sensación de crisis.

Resulta muy complejo determinar los ímpetus compradores y vendedores de los inversores globales. Hay una muy buena cantidad de variables que influyen en ellos, y siempre existe un juego de anticipación de lo que hará el resto que puede arrojar dinámicas de corto plazo que pueden no coincidir con los “fundamentals” de la economía, definidos y ponderados de alguna manera. En este contexto, la prioridad es la estabilización financiera de corto plazo, pero ¿cuál será la configuración de variables macro (más allá de las cuestiones políticas), especialmente el valor del tipo de cambio, que favorecerían dicha estabilización?

La incertidumbre económica global y la incertidumbre política local sin dudas están influyendo. Pero nosotros consideramos que estos inversores, cada vez en mayor medida, estarán observando el desempeño del comercio exterior, dado el agujero de cuenta corriente que tenemos. En el informe mensual pasado, precisamente, hemos intentado calcular cuál sería un tipo de cambio que equilibre al menos el balance comercial de bienes y servicios. Dado que las cantidades exportadas están estancadas desde el año 2007, nuestra estimación arroja un dólar necesario de entre $33-34 (a precios de hoy), incluso con un magro desempeño económico que hace demandar menor cantidad de importaciones. En el futuro, con cosechas mayores y mejor desempeño de Brasil, tal vez pueda requerirse un dólar menor (a precios de hoy), pero una eventual recuperación económica demandaría una mayor paridad cambiaria en términos reales.

En este sentido, el valor vigente del dólar es posible se haya quedado corto en términos de lo que la economía necesita para reducir sensiblemente la brecha externa (lo que convalida riesgos a futuro), pero no hay dudas de que es uno mucho más adecuado que el que existía a fines del año pasado. Veremos si es suficiente para reducir las expectativas de depreciación de corto plazo; las altas tasas de interés en pesos muestran que todavía no. Al margen, con la emisión de activos dolarizados ciertamente se puede atender una demanda por seguridad sin salida de capitales (en línea con lo que sugiere la literatura que versa sobre shortage of safe assets); pero eso no necesariamente desactivará expectativas de depreciación (tasas en pesos podrían seguir altas) y además evitará, en el corto plazo, el deslizamiento necesario para cerrar la brecha. En definitiva, esa estrategia puede ser atractiva sólo en tanto se combina con un overshooting cambiario (para frenar la inercia de expectativas), no bajo un undershooting cambiario.

Se sabe, la inflación es un flagelo y en estos años siempre ha estado presente para dificultar la gestión macroeconómica y para reducir grados de libertad en el uso de las herramientas disponibles. Hay que desterrarla. Pero en el actual contexto, queda claro que resulta imposible encarar una agenda de desinflación si quedan en pie desequilibrios generosos como los que tenemos. Llama la atención, por ende, que en el acuerdo con el FMI se haya puesto en primera fila de prioridades retomar una agenda inmediata de estabilización nominal, que implica poner el acento en altas tasas de interés y, a raíz de eso, en un ancla cambiaria. De este modo, el énfasis en la reducción de la brecha externa estará sustentada en la recesión (cantidades) y no en la paridad cambiaria (precios). Al menos desde lo conceptual, porque, también se sabe y lo estamos viendo, el mercado rápidamente puede modificar los desatinos de prioridades de las políticas públicas. El problema es que, cuando es el mercado y no la planificación el que arroja resultados, la dinámica es más desordenada y está envuelta de mayor incertidumbre.

El arreglo fiscal del acuerdo con el FMI sí lo vemos oportuno. En sí mismo, no por el tema inflacionario, precisamente. No por el tema de las dos velocidades de la política monetaria y de la fiscal (concepto raro, realmente, porque a priori encontrar equilibrios internos y externos en simultáneo requiere, la mayor parte de las veces, “velocidades” distintas). Sí es necesario para poder preservar la solvencia de la deuda pública en un contexto de tipo de cambio más alto, dado que gran parte de la deuda está dolarizada[1]. La famosa estabilización de la deuda en 2020 ocurría sólo con crecimiento y con gran atraso cambiario. Con recesión y dólar más alto, deben hacerse esfuerzos adicionales para mostrar un sendero que no inquiete a los inversores e incorpore una dificultad adicional en gestión macro con renovadas probabilidades de default. En este contexto, y no en otro, el gradualismo ha encontrado cierto límite.

La devaluación nominal, que estimamos será de 70% desde diciembre de 2017 a diciembre de 2018, significará que el stock de deuda pública saltará 20 puntos del PBI: de 57% a 77%. Y bajo el esquema acordado de metas fiscales, sólo descenderá gradualmente; no perforará el 70% del PBI en casi ningún escenario lo cual dotará a la deuda y a su sostenibilidad de cierto aire de fragilidad. Esto podría motivar, en el mediano plazo, plantearse el objetivo de conseguir un superávit primario sensiblemente más elevado por poner la deuda en una zona de mayor confort.

Es importante señalar que, en tanto que las actuales Letras Instransferibles (que nacieron del uso de reservas, en el activo del BCRA, para pagos de deuda del Tesoro) serán gradulamente reemplazadas por otras letras en el mercado, y que los adelantos transitorios también tendrán un techo, la distinción entre deuda total y deuda que no considera el endeudamiento con el mismo sector público irá perdiendo relevancia.

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