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La economía global colapsó en el primer semestre del año. Se espera una caída del PBI global que supere los 5 pp., algo que no se veía desde hace más de medio siglo. Si bien estamos inmersos en un problema impensado hace meses atrás, al mismo tiempo, el mundo empieza a dar señales de recuperación. La economía americana empezó a generar empleo en forma neta, la Reserva Federal con apoyo del resto de los bancos centrales del mundo ayudaron a que el shock real no se traslade al mercado financiero y los programas de estímulo fiscal tienen el efecto esperado. La receta de Keynes, Bagehot, Friedman y otros tantos que han contribuido en crisis de esta magnitud ayudaron a que el mundo no haya hecho un ajuste deflacionario.
Esta mirada optimista que luego reforzaremos con evidencia está sujeta a un desafío, convivir con el virus, y a una amenaza, segundas y/o sucesivas oleadas de contagio que obliguen a mayor confinamiento. Existen algunos efectos permanentes de las decisiones de esa política expansiva que podrían preocupar, como la elevada liquidez global, el aumento de la deuda, el aumento de expectativas de inflación, entre otras. Sin embargo, es un mundo en recuperación. Siempre bajo la amenaza mencionada, esta economía podría retornar rápido a los niveles de actividad previo a la pandemia. Nunca se vio una destrucción de empleo tan fuerte en Estados Unidos, pero tampoco se vio una recuperación tan rápida.
Argentina, a pesar de ser un país pequeño, podría pensarse dentro de esa dinámica. Sin embargo, los problemas de nuestra economía son previos a la recesión, algunos se agravaron con el confinamiento y las medidas de estímulo, y el futuro es pura incertidumbre en nuestro país. Argentina es un país que ya estaba complicado y que despierta poco optimismo.
Este contraste se debe a que nuestra economía estaba desordenada y el virus la desalineó más aún. Aquí la política fiscal rompió lo que se había logrado en dos años y a futuro existe el riesgo de tener que abandonar una meta de equilibrio fiscal incluso con un alto porcentaje de participación del gasto público y la presión impositiva. El balance externo mejoró por las malas, caída de las importaciones; el tipo de cambio está caro para la población que transforma ingresos al dólar paralelo, pero el comercio tiene un tipo de cambio (oficial) que ajustado por presión tributaria apenas tiene la competitividad del 2010. Por el lado del sector privado, pocos proyectos de inversión son esperados en un contexto de renegociación de la deuda y un consumo alicaído de la mano de una licuación de salarios en términos reales persistente durante tres años consecutivos gracias a una inflación que podría superar el 35% en un año donde la actividad se desploma en torno al 15%.
Estos problemas no resueltos en años en nuestra economía ponen un límite a la recuperación. Las medidas fiscales son tímidas para la magnitud del shock, el sector privado luce más insolvente que ilíquido y eso le pone freno a la efectividad de la política monetaria y el tipo de cambio, más allá del nivel, necesita de un marco de certidumbre que no está garantizado.
Vemos un sistema que funciona en dos velocidades. El mundo sin los problemas estructurales podrá recuperarse rápido (y ya hay algunas evidencias). Argentina, con una mochila de problemas, le costará volver a escalar los niveles previos de actividad. Aún peor, cuando recuperemos el nivel anterior, la tendencia nuestra era poco promisoria y el gobierno no parece tener un rumbo fijo, o si lo tiene, parece ser una analogía a las políticas del 2003, lo que sería un error de diagnóstico, al menos.