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El mes de mayo estuvo signado por los festejos asociados al Bicentenario (con una masiva concurrencia y participación de la población que excedió toda previsión), y por un nuevo episodio de stress financiero que, con epicentro en Grecia, amenaza con propagarse al resto de Europa. Lo cierto es que, más allá de cierta euforia en los mercados financieros en los últimos meses, existen muchas dudas con respecto a la solidez de la incipiente recuperación económica en los países desarrollados (en particular en el caso europeo). Recuperación que tuvo mucho más que ver con los cuantiosos paquetes de estímulo implementados por los gobiernos como consecuencia de la crisis financiera de 2008 que con una corrección de los desequilibrios estructurales de las economías.
La consecuencia del salvataje estatal fue un marcado deterioro de la situación fiscal y de la carga de la deuda pública. Obviamente, ante la magnitud de la crisis y con la disponibilidad de financiamiento barato, la cuestión fiscal se presentaba como un problema secundario. Pero una vez que los mercados financieros comenzaron a dudar respecto de la capacidad de pago de algunos países, el problema fiscal pasó al centro de la escena.
El panorama europeo luce realmente complicado, porque vedada la posibilidad de una devaluación que permita recuperar competitividad y estimule la actividad económica, la única alternativa viable para los países del bloque PIIGS es el largo y doloroso camino de la deflación. Como bien sabemos por nuestra experiencia de 2000-01, la corrección fiscal en tiempos de recesión y apreciación cambiaria es una tarea harto compleja, que implica crecientes tensiones políticas y sociales.
Pese a no avizorarse un abandono del Euro por parte de los países más complicados, lo cierto es que este episodio pone en cuestión la viabilidad en el largo plazo del establecimiento de una moneda común para un conjunto de países tan heterogéneo como el europeo. Y, en un contexto de desequilibrios fiscales de magnitud, la sostenibilidad del “estado de bienestar” europeo. En todo caso, queda claro que el Euro apreciado de los últimos años ha quedado definitivamente en el pasado.
Más allá de ciertos errores en el diseño y en el timing de la oferta a los bonistas, el nuevo escenario financiero complica el porcentaje la aceptación de la propuesta (que probablemente termine arañando el 60% establecido como meta) y torna inviable la obtención de fondos frescos. Independientemente de ello, desde la perspectiva argentina, y siempre que la situación europea no se salga de cauce, un contexto internacional caracterizado por un crecimiento asimétrico (desarrollados vs emergentes) resultaría todavía favorable para nuestro país. Pero el surgimiento de ciertos riesgos potenciales asociados al nuevo escenario reafirma la necesidad de enfrentar la agenda pendiente en materia económica de nuestro país, que el Gobierno ha venido postergando sistemáticamente.