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El fin de año estuvo marcado por lo que amenaza ser el signo del 2014: urgencias que se detonan por la acumulación previa de problemas, y que son potenciadas por la falta de gestión política. El piquete de las policías provinciales -seguido de saqueos- y los apagones son episodios que no pueden leerse aisladamente, y que se pueden entender como preanuncios de otros conflictos.

En el caso de las policías el cóctel explosivo combinó: maltrato para con las fuerzas de seguridad, retrasos salariales y ausencia de un mecanismo de ajuste automático (en la Provincia de Buenos Aires, el salario básico policial aumentó 626% desde 2003 mientras que el docente lo hizo un 756%), falta de equipamiento frente a una delincuencia cada vez más violenta, número creciente de agentes fallecidos (30 efectivos de la Federal y la Bonaerense en 2013, el mayor número desde 2003), más la aceptación generalizada de cierto método de protesta (el piquete) que termina siendo casi adoptado por la propia policía. Y cuando las fuerzas se amotinaron quedaron al descubierto otras falencias de la sociedad: una pobreza que afecta a ¼ de la población, pérdida de valores, organización de bandas y connivencia entre éstas y parte de las fuerzas de seguridad. Claramente, todo ese fenómeno no puede comprenderse desde la perspectiva del hecho aislado.

Lo mismo cabe para los cortes eléctricos. Se trató, es cierto, de 9 días consecutivos con un calor histórico con mínimas muy elevadas y máximas insoportables. Pero eso dista de explicar la magnitud del colapso. El origen hay que buscarlo en la pésima política energética más otros factores adicionales. Después de diez años de desatinos en el área hoy tenemos: empresas generadoras quebradas que requieren asistencia hasta para pagar salarios, distribuidoras que no han tenido margen para mantener y ampliar la infraestructura, y una población en el área metropolitana de Buenos Aires acostumbrada a no tomar en cuenta el precio de la energía a la hora de definir su patrón de consumo. A este combo hay que agregarle tasas de interés negativas que han incentivado el consumo de bienes durables, entre ellos los electrodomésticos, un boom inmobiliario casi descontrolado en algunas zonas sin exigencias de eficiencia energética para los nuevos edificios, un tendido eléctrico en gran medida subterráneo y por ende más caro y dificultoso para mantener y mejorar.

Esto es en definitiva lo que se venía gestando en ambos casos y que finalmente detonó en diciembre, “sorprendiendo” a los funcionarios públicos entrantes y ascendidos –los equipos de Capitanich y Kicillof-, y en cuyos hombros se depositaba una mínima expectativa de corrección del rumbo. Así, mientras Capitanich estrenaba sus conferencias de prensa diarias y establecía cientos de metas para el Gobierno en los próximos años, y Kicillof urdía cómo deshacer la madeja del atraso cambiario, la pérdida de reservas, la escalada inflacionaria, los subsidios crecientes, las próximas paritarias y el “desmorenamiento” de algunas partes de la economía, la realidad llamó cruelmente a la puerta bajo la forma de una eclosión de años de desmanejos.

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